22 de abril de 2010

Violencias nas Escolas


Violencia y deterioro de la escuela

La crisis de autoridad de los docentes y la pasiva actitud de muchos padres hablan a las claras de un fenómeno que avanza

Ya está empezando a dar miedo mandar a los hijos al colegio." Sonó como una declaración inverosímil, pero ocurrió en 2004, cuando una mujer respondió con desesperación ante el primer asesinato cometido por chicos en una escuela pública chilena.

En estos seis años, las autoridades educativas, tanto de los países centrales como de los países periféricos, han acrecentado su preocupación por la escala de violencia en las escuelas. No puede decirse, en general, que hayan avanzado mucho, y menos en nuestro país.

En la última década ha habido varios episodios trágicos en los establecimientos educacionales argentinos, comenzando por el crimen de tres alumnos en 2004, en Carmen de Patagones. Otros casos han sido el del joven de 19 años que mató a un compañero e hirió a otro, en una escuela polimodal de Rafael Calzada, y el del chico que apuñaló a su profesora de física, en Olavarría.

Basta observar la posición que los estudiantes argentinos ocupan en esfuerzos comparativos en matemáticas y lenguas en competencias internacionales de incuestionable validez, como la que realiza la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), para mensurar el deterioro de la educación argentina. El nivel de comprensión de operaciones aritméticas simples y en lenguaje de nuestros chicos figura en los últimos renglones, entre los 57 países participantes en ese concurso.

Eso encuentra explicación en el deterioro visible de la educación popular propagada por Sarmiento. La enseñanza está, en muchos casos, en manos de personas conducidas por quienes todos los años se preparan más para la acción gremial y callejera, con abandono de aulas y pérdidas de horas de clase, que para educar a la juventud con el ejemplo de sus actos. Las autoridades educacionales suelen recibir instrucciones de no sobrepasar cuotas "aceptables" de repetición de años de enseñanza y los docentes actúan con el temor de que el castigo debido a un alumno díscolo pueda, como mínimo, manchar el legajo personal.

Se acaba de anunciar que en Gran Bretaña se ha autorizado el "uso de fuerza física moderada", y sin castigos físicos, a fin de neutralizar la ola de actos de violencia que se prolonga desde hace años. El Sindicato de Maestros Británicos, menos propenso como los que actúan por estos lados a poner paños fríos en el descalabro escolar, ha denunciado la creciente presencia de armas blancas y de fuego en las aulas. Por ese sindicato hemos conocido algo tan inaudito como que también se ha elevado el número de chicos que van en Gran Bretaña a la escuela con chalecos antibalas.

Las revueltas estudiantiles de fines de los años sesenta en Europa y los Estados Unidos constituyeron un giro histórico al impulsar cambios considerables en los comportamientos. Además, la violencia se ha asentado en los medios visuales de comunicación masiva como una práctica natural de las relaciones sociales, el lenguaje ha adquirido tonos cada vez más brutales y el narcotráfico, que potencia los aspectos más negativos de individuos y núcleos sociales, deja su marca de terror en los núcleos desprevenidos de la infancia y temprana adolescencia. El contexto general en el que se sitúa la escuela, como base formativa paralela al hogar, ha ahondado de ese modo los problemas propios de arrastre de la educación argentina en las últimas décadas.

La foto publicada días atrás en la portada de LA NACION en la que una estudiante universitaria se había subido a la mesa a la que estaba sentado el rector de la Universidad de Buenos Aires es el testimonio patético que resume la situación deplorable que se vive. En otro momento nadie, en uso pleno de las facultades mentales, habría preguntado si todavía esa mujer sigue siendo estudiante de la UBA; hoy, lo que se indaga es si ha cabido para ella algún apercibimiento, al menos.

En un país en que los menores de edad saben a los 15 años, como en cualquier otra parte, lo que significa matar, violar o robar, el asesino de una profesora fue devuelto poco después del tremendo hecho al núcleo familiar. Hay problemas inherentes al funcionamiento educativo, pero resulta innegable que el mundo, en acelerada transformación de hábitos, ha barrido, sin saber bien con qué reemplazarlas, normas de convivencia básica para la organización social. Sin ellas, el desorden anárquico lo abate todo, y la autoridad razonable y legal es cuestionada por "imberbes" más propensos a la arrogancia de imponer criterios chapuceros que a mostrar humilde inclinación por el estudio y respeto por quienes han dedicado la vida a la enseñanza.

Muchos padres son responsables de ese caos y de la pérdida del principio de autoridad. En vez de respaldar a los docentes en las exigencias básicas de la educación, respaldan a sus hijos, a veces con insolencia y amenazas, como si fuera necesario que la degradación de la cultura del trabajo debiera tener en el país su correlato en una disminuida cultura del aprendizaje.

En su faz más trágica, la violencia escolar (en escuelas primarias, en colegios secundarios) es manifestación del deterioro de antiguos valores culturales. La lucha por recuperar la prestancia de esos valores es indispensable, pero insuficiente. La deserción escolar, la vagancia de adolescentes por las calles, las privaciones que sufre una franja de la juventud perteneciente al treinta por ciento de la población en estado de indigencia o pobreza impelen también a la acción social en otros terrenos.

La exclusión es un flagelo que debe combatirse sin pausas, pero con energía. Cualquier conducta que procure el aprovechamiento político de esa miseria, que constituye una deuda moral del país con sus hijos, es acreedora de una condena difícil de borrar.

La Nación

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